San Elredo de Rielvaux (1110-1167)
monje cisterciense
El espejo de la caridad, I, 30-31
Las personas que se quejan de la dureza del yugo del Señor posiblemente no han rechazado del todo la pesada carga de las concupiscencias del mundo o, si las rechazaron, se han vuelto a esclavizar a ellas, para su mayor vergüenza. Por fuera llevan el yugo del Señor pero por dentro someten sus hombros al peso de las preocupaciones del mundo. Ponen en la balanza del yugo del Señor las fatigas y dificultades que se imponen a sí mismos. En cuanto al yugo del Señor: es “fácil y ligera su carga”.
En efecto, ¿qué hay más dulce, qué más glorioso que verse elevado sobre el mundo por el desprecio que se le muestra y, sentado en la cumbre de una conciencia en paz, tener el mundo entero a los pies?
Entonces uno no ve nada que desear, nada que temer, nada que envidiar, nada propio que pueda ser quitado, ningún mal que pueda ser causado uno por otro. Los ojos del corazón se vuelven hacia “una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, que nos está reservada en los cielos” (1Pedro 1, 4). Con una especie de grandeza de alma se da poca importancia a los bienes de este mundo: pasan; a los placeres de la carne: están contaminados; a la pompa del mundo: se desvanece; y en la propia alegría se repiten las palabras del profeta: «Todo el género humano es hierba y toda su gloria como la flor del campo; la hierba se seca, la flor se marchita, pero la Palabra del Señor permanece para siempre» (Is 40, 6-8).
En la caridad –y en ninguna parte sino en la caridad– habita la verdadera tranquilidad y la verdadera dulzura porque es el yugo del Señor.
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