San Agustín (354-430)
Obispo de Hipona (África del Norte) y Doctor de la Iglesia
Sermones sobre el Evangelio de San Juan, n. 124
La Iglesia reconoce dos formas de vida alabadas y refrendadas por Dios. El primero está en la fe, el segundo en la vista; el primero durante la peregrinación de la edad presente, el segundo en las moradas de la eternidad; el primero en dolores de parto, el segundo en reposo; el primero en el camino, el segundo en casa; el primero en los esfuerzos de la actividad, el segundo en las recompensas de la contemplación.
El primero está simbolizado por el apóstol Pedro, el segundo por Juan.
Y no son sólo éstos, sino toda la Iglesia, Esposa de Cristo, la que realiza todas estas cosas, la que ha de ser librada de las pruebas de este mundo y morar en la felicidad eterna.
Pedro y Juan simbolizaron cada uno una de estas dos vidas. Pero cada uno de ellos pasó juntos por la primera en el tiempo por la fe, y cada uno de ellos disfrutará juntos de la segunda en la eternidad a través de la vista.
Y así fue en nombre de todos los santos inseparablemente unidos al cuerpo de Cristo y para navegarlos a través de las tormentas de esta vida, que Pedro, el primero de los apóstoles, recibió las llaves del Reino de los cielos con poder para retener y perdonar los pecados. (Mt 16,19).
Y fue también por todos los santos y para hacerles entrar en las profundidades pacíficas de su vida más íntima que Cristo permitió a Juan reclinarse sobre su pecho (Jn 13, 23.25). Porque el poder de retener y perdonar los pecados no es sólo de Pedro sino de toda la Iglesia; y Juan no es el único que bebe del torrente del pecho del Señor, la Palabra que, desde el principio, era Dios de Dios (Jn 7,38; 1,1)... sino que el Señor mismo derrama su Evangelio por todos en el mundo entero para que cada uno beba según su capacidad.
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